11 de febrero de 2011

La revolución egipcia fuerza la dimisión de Mubarak


 Ha sido duro, muy duro, y hermoso, muy hermoso. El pueblo egipcio, liderado por su ciberjuventud democrática, ha dado al mundo una inmensa lección de claridad de ideas, valentía y tenacidad. La inmensa multitud de la plaza de Tahrir, jóvenes y mayores, de clase media y pobres de solemnidad, hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, insistía en la salida del autócrata Mubarak antes de contemplar siquiera la posibilidad de una transición a la democracia más o menos negociada entre el régimen y la oposición, y tenía toda la razón del mundo. Nada de lo que se le prometiera tenía el menor viso de credibilidad si seguía en el trono un faraón convertido en momia, un cadáver político testarudamente aferrado al cargo.
Mubarak se acaba de ir. 

El pueblo le ha ganado el pulso

Anoche Mubarak aún insistía en quedarse, en aguantar hasta septiembre, en liderar en persona la transición. Era un disparate monumental, por mucho que le apoyaran los halcones israelíes, otros déspotas árabes, los elementos más conservadores del establishment norteamericano y la pusilanimidad de los dirigentes europeos. Era un despropósito porque el pueblo de Tahrir no se iba a ir, no iba a abandonar el combate. Al contrario, iba a redoblarlo, aún más decepcionado y frustrado, con el refuerzo, además, de otros cientos de miles de egipcios en este viernes de las plegarias en las mezquitas. En los últimos días su lema venía a ser éste: "Si el rais es testarudo en su empeño en aferrarse al poder, más lo somos nosotros".
¿Cómo podían contenerse las riadas humanas que hoy han ocupado las calles de las principales ciudades egipcias? Sólo una matanza de proporciones descomunales, una matanza nunca vista en vivo y en directo en la historia de la humanidad, podía intentar contener hoy al movimiento egipcio, y aún así era improbable que consiguiera su objetivo. La salida en falso de anoche de Mubarak no tenía el menor futuro.
A partir del momento en que el Ejército egipcio, la institución más prestigiosa del país y de la que han salido los presidentes Nasser, Sadat y Mubarak, se había negado a disparar contra las masas, afirmando incluso que comprendía y aprobaba sus motivaciones, la revolución democrática egipcia ya estaba en vías de ganar. Ahora acaba de conseguir su primer objetivo directo: la salida del autócrata. Y es momento para el regocijo. De los egipcios, los pueblos árabes y todos los demócratas del planeta.
Tahrir significa en árabe "liberación". Y para la gente que ha hecho de esa plaza el corazón palpitante de la lucha por la libertad, de lo primero que cabía liberarse era de ese general de rostro pétreo que ha gobernado el valle del Nilo con mano de hierro durante más de treinta años. Para insistir en la necesidad de un gobierno de concentración en el que los demócratas desempeñen un papel relevante y que aborde las tareas de elaborar una nueva constitución y preparar unas elecciones libres. Para analizar los méritos y las posibilidades de personalidades alternativas como El Baradei o Amr Mussa. Y hasta para especular sobre el destino de los Hermanos Musulmanes.
Acaba de triunfar la primera, y decisiva, fase de una revolución democrática. La humanidad no había vivido nada semejante desde la caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético. Y es que esta primavera de los pueblos árabes tiene poco o nada que ver con Teherán 1979. Sólo cabe entroncarla en Berlín 1989. Es la historia en movimiento, es, en plena crisis económica, el regreso al primer plano de la política internacional de la lucha contra las dictaduras y por la democracia y los derechos humanos.
Ya son dos los autócratas árabes caídos, el tunecino Ben Ali y el egipcio Mubarak, en esta revolución democrática árabe que arrambla con tantos estúpidos prejuicios occidentales, como ese que afirma que lo árabe y lo musulmán son intrínsecamente incompatibles con la democracia. Que demuestra que las cautelas gubernamentales en Occidente no son sólo cobardes traiciones a los principios y valores democráticos, sino también fruto de la pereza intelectual, de no haber hecho los deberes, de no haberse enterado de que el gran protagonista del mundo árabe en este siglo XXI no son los islamistas, sino los jóvenes, esos más de 100 millones de jóvenes árabes que desean libertad, dignidad y justicia.
Y ahora, ¿quieren saber cuál es el próximo autócrata árabe que podría ser derrocado como resultado de una revolución popular? La respuesta es fácil: mire donde pasaron sus vacaciones de Navidad los ministros del Gobierno de Sarkozy.
La broma circula estos días en Francia a propósito del bochornoso hecho de la ministra Alliot-Marie pasara, gratis total, sus vacaciones en el Túnez de Ben Alí y el primer ministro Fillon, con la misma agencia de viajes, en el Egipto de Mubarak.
Y es que esto no ha terminado. El próximo día 12 hay convocada una jornada de protesta en Argelia, el 17 en Libia y el 20 en Marruecos.

El faraón empecinado

El hombre que durante tres décadas ha sido la cara de Egipto nació en 1928 en Kufr el-Musailaha, una aldea del delta del Nilo en la que sus padres eran modestos agricultores. Como todos los presidentes desde el golpe que acabó con la monarquía en 1952, Mubarak llegó a la política a través del Ejército. Se formó como piloto militar en la antigua Unión Soviética. Su desempeño en la guerra de Yom Kippur le valió el nombramiento de jefe de la Fuerza Aérea.
No se le conocía hasta entonces ninguna ambición política. Tal vez por ello, Anuar el Sadat le nombró su vicepresidente en 1975. Seis años más tarde, el asesinato del presidente que se atrevió a firmar la paz con Israel le colocó al frente del país árabe más poblado y el que hasta entonces había sido un faro para el resto. Con un instinto político que pocos podían imaginar, optó por alinearse con EE UU, manteniendo y defendiendo los acuerdos de Camp David, y poco a poco logró sacar a Egipto del aislamiento en que le había sumido su firma.
La mezcla de firmeza interior y flexibilidad exterior (para acomodar las exigencias de su aliado norteamericano) contribuyó a una etapa de estabilidad política y desarrollo económico. Aunque no llegó a la presidencia por las urnas, Mubarak revalidó su cargo en sucesivos plebiscitos. Los egipcios viejos aseguran que inicialmente prometió que no gobernaría más de dos mandatos. Si lo dijo, se le olvidó. Tras los comicios de 1987, 1993 y 1999 hizo un amago de abrir a la competencia la elección presidencial de 2005, pero se quedó en eso, en un amago.
La mayoría de los egipcios -los cerca de 50 millones que tienen menos de 30 años- no han conocido otro presidente. Y lo que es más grave, a sus 82 años (solo el 0,4% de los egipcios tiene esa edad) aún pensaba presentarse a las presidenciales del próximo septiembre. O pasar la vara de mando a su segundo hijo, Gamal, apoyado por una claque de hombres de negocios cercanos al poder. Demasiado incluso para los pacientes egipcios, que durante las dos últimas décadas han visto cómo sus ingresos per cápita se estancaban en 2.155 dólares, lo que descontada la inflación significa que su nivel de vida bajaba, mientras las élites se enriquecían sin límite.

El ejercito egipcio y su influencia norteamericana

El Ejército egipcio está considerado una de las diez fuerzas militares más grandes en todo el mundo - con más 468.000 miembros activos y 479.000 en la reserva -, con una cúpula cohesionada y fiel al régimen de Hosni Mubarak que ha mantenido a su ministro de Defensa, Mohamed Hussein Tantawi, de 75 años, en el cargo desde 1991. El mismo que ahora estará al frente del Consejo Supremo militar que ha asumido el poder en Egipto tras la dimisión del presidente recién dimitido.
La gran baza del poderío militar en Egipto ha sido Estados Unidos, que contribuye al presupuesto con 1.300 millones de dólares anuales al Ejército, convirtiéndose en la segunda potencia mundial, después de Israel, que recibe más apoyo económico por parte del país norteamericano, según datos de la agencia Reuters.
Con un ejército de tierra formado por un máximo de 340.000 miembros, incluyendo el alistamiento voluntario, cuatro submarinos colocados en zonas estratégicas y unos 3.723 tanques -que han sido protagonistas en estos 18 días de protestas en las calles de El Cairo- la visión positiva del pueblo se vio reforzada tras resolver los disturbios provocados por la falta de comida en 1977. Este hecho hizo que subiera el número de alistados en las fuerzas de seguridad central en 1986, según datos recopilados por la agencia Reuters y el informe de 2010 del Instituto Military Balance.
Las Fuerzas Armadas habían sido una salida profesional, hasta ahora, para los jóvenes desempleados en la sociedad egipcia: aquellos que accedían desde un escalón social más bajo sabían que tenían "comida y ropa asegurada"; mientras que los oficiales -con una formación académica superior en la Universidad- conseguían "una carrera militar fulgurante", según los expertos consultados.
Otro de los aspectos que han hecho que el Ejército ganara prestigio entre los egipcios fue su papel en el conflicto armado con Israel en 1973, después del humillante desastre que padeció en 1967 durante la Guerra de los Seis Días. Aunque el conflicto del Yon Kipur terminó con una nueva derrota para Egipto, el valor demostrado por las tropas en la ofensiva inicial hizo que los egipcios tuviesen una nueva visión de su Ejército. En aquellos años el comandante en jefe era un prestigioso oficial llamado Hosni Mubarak

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